¿Paisajes protegidos de quién?

No resulta agradable, creo que para nadie, encontrarse a campesinos casi en la desesperación cuando el aparato burocrático y sancionador les cae arriba cual apisonadora en aplicación de unas leyes que no discriminan entre el que cuida la viña, poda el almendrero y lo injerta o mantiene los frutales tipo higueras y demás del que hace el chalet y, al poco, le molesta el olor a bosta de vaca. ¿Hay que proteger el paisaje de estos vecinos nuestros o a nuestros campesinos jóvenes de los que pretenden obligarles a desvincularse de la tierra para siempre?

Nuestro paisaje rural  es fruto del esfuerzo de generaciones para producir comida encima de la lava del volcán, para matar el hambre pero en estos días, cuando Nueva York se ha cubierto con una nube de humo procedente de los incendios de Canadá, también debemos admitir que la actividad agraria nos ofrece paisajes saneados y mayor seguridad frente a los incendios que estos años atrás han conseguido cruzar autopistas de cuatro carriles y atravesar cascos urbanos sin dificultad alguna, caso de Santa Úrsula o El Paso en La Palma antes de los estragos del Tajogaite.

Por eso cuando uno se encuentra con gente en el desasosiego más absoluto, con órdenes de demolición inminentes y sin encontrar salida para situaciones en justicia claramente subsanables, máxime si tenemos en cuenta que en el propio entorno se desarrollan macroproyectos de autopistas que atraviesan paisajes protegidos -y lo que se ofrezca- sin mayores dificultades por el interés general; pues no puede sino seguirse sorprendiendo por el trato que le damos a los pocos, en el caso de los jóvenes casos verdaderamente excepcionales, campesinos que pretenden seguir en una actividad que sin duda es merecedora de ser considerada como de interés de todos sin la más mínima duda.

Efectivamente, no sólo se trata del mantenimiento del paisaje rural, de que no se pierda suelo o nos pongamos en riesgo innecesariamente frente a incendios, se trata de que nos encontramos ante un contexto internacional cada vez más complejo donde la idea que se nos vendió de que la industrialización de la agricultura iba a acabar con el hambre aparece cada vez más confusa en un mundo convulso. Y no sólo por las crisis y la guerra en el corazón de Europa (que afecta a la energía, a alimentos básicos o a los fertilizantes) sino por dificultades con los alimentos transgénicos, aparición de nuevas plagas o los inconvenientes con herbicidas como el glifosato.    

Y todas estas situaciones nos deberían obligar a una nueva conciencia sobre el territorio y el trato que le damos a los que lo entienden y lo protegen, los que le arrancan alimentos y lo mantienen libre de malezas que no tienen interés alguno en destruirlo sino al contrario. Debemos dignificar a estas personas y mimar a los jóvenes, pocos ya, dispuestos a enfrentarse a este complejo reto en una situación en la que no se dignifica esta labor, asunto que parecía superado desde que con la Revolución Francesa los campesinos dejaron de trabajar para el señoritismo del Feudalismo y se suponía habían desaparecido como sector social diferenciado.   

De esta tierra, mucha gente lo ignora pero está perfectamente documentado, han salido variedades de almendros adaptados a suelos pobres, prácticamente calientes por la lava, y a la aridez rumbo a California formando parte hoy día de las más reconocidas calidades de almendra de allá pero que procede de aquí. Sin embargo, nos los encontramos ahogados entre los escobones sin podas ni cuidados básicos pese a que nos gusta acudir casi en tumulto a tirar fotos en aquellos recorridos por el oeste de Tenerife o nos los llevamos a Fitur.

Estamos en tiempos de cambio climático y de crisis alimentarias en ciernes, cuestiones que casi nadie discute, y necesitamos una dignificación del campesinado canario, maltratado social y económicamente. Debemos cuidar al máximo de sus necesidades y protegerlos de una burocracia y unas leyes que no les tienen en cuenta como verdaderos valedores del paisaje y de la cultura agraria que tanto nos gusta pasear en decenas de romerías. Ellos necesitan apoyo y respeto porque los hemos puesto en una encrucijada compleja en la que les exigimos comida barata, supuesta protección del paisaje donde levantar un bancal o hacer una bodega puede convertirse en un drama para cualquier familia.   

Hay que gestionar la naturaleza contando con los que siempre han estado ahí, los urbanitas poco pueden aportar en algo que desconocen y por lo que muchas veces muestran poco respeto entendiendo que es más importante proteger a un pino que a una higuera, un castañero o un almendrero. A la vista está lo ocurrido con las tuneras que han desaparecido por la cochinilla mejicana de media Isla y hay gente manifestando abiertamente su satisfacción por ahí, cuando es un reto difícil de afrontar para nuestro entorno agrario por razones culturales y por motivos que tienen que ver con protección de cultivos frente al viento o de alimentación tanto humana como de nuestros animales por cientos de años.

No se puede maltratar ni perseguir al que mueve una piedra en el entorno rural, quien no pretende hacerse el chalet de 300 metros con piscina sino tener su pequeña bodega,  cuarto de aperos o incluso vivienda para permanecer en el campo. Sí al apoyo desde las instituciones para adaptar esas posibles construcciones al entorno, con el menor impacto posible sin perder la funcionalidad, pero no al acoso y derribo del que todavía no ha perdido la ilusión por el trabajo agrario que significa ni más ni menos que más seguridad alimentaria, más protección de los entornos y de los paisajes así como una salida laboral digna para mucha gente que quiere huir de la aglomeración y, sin ser funcionarios, hacer una labor fundamental en beneficio del interés general.

Wladimiro Rodríguez / Juan J. González (El Día, 10-06-2023)

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